La felicidad que recibimos de nosotros mismos es mayor que aquella que nos llega desde afuera. Metrodorus (IV AC)

Así se pronunció este primer discípulo de Epicuro en el siglo cuarto antes de Cristo, echando por tierra con semejante dicho nuestra tendencia a desear dinero y objetos caros para llenarnos la vida. Se me ocurre pensar en Metrodorus cada vez que manejo por alguna calle de la ciudad en la que vivo, y me veo rodeada de automóviles cuyo precio es tan alto que me asusta; aunque lo que más me asusta es que seguramente el noventa por ciento de esos conductores se queja a diario de lo mal que está la economía del país. Peor aun, me horroriza el ejemplo que les estamos dando a nuestros hijos sobre lo que realmente tiene valor en esta vida. Si bien siempre me gustó vivir bien, el lujo en cambio me parece dañino; pero fue con el pasar del tiempo que fui dándome cuenta donde se encuentran los verdaderos tesoros de la existencia humana. Me refiero a la capacidad de vivir con un alto grado de moralidad, generosidad, compasión, y respeto por todos los seres vivientes. Como bien dijo el filósofo epicúreo, en la soledad de sus casas solo pueden sentirse a gusto aquellos que día a día, mes a mes, y año tras año han comprendido que la felicidad no depende de lo que poseemos, sino de lo que damos a los que comparten nuestro espacio.

 

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