LA SOLEDAD QUE NO CESA


 

Como todos los domingos, a fin de tomar sol y leer un interesante libro, ayer fui a pasar la mañana a la playa.

A pesar del calor, el voceo de las gaviotas y el ruido de las olas me transportaban hacia aquellas épocas lejanas cuando la vida tenía colores claros. El repentino ruido de una mujer hablando y riendo con una niña me hizo volver la mirada, pudiendo así observarlas mientras pasaban a mi lado. El rostro de la mujer me resultó conocido por ser muy parecido al de una vecina de mi edificio; sin embargo, pude comprobar que no se trataba de la misma persona ya que mi vecina es una mujer de pésimo carácter que nunca ni saluda ni sonríe. Al contrario. En cambio, la mujer de la playa era pura sonrisas y alegría de la vida. Por fortuna mi vecina solo viene a Miami de vez en cuando ya que su residencia permanente es en XX. Recordé entonces ese dicho que nos recuerda que todos tenemos un doble, y con dicha afirmación reanudé tranquila mi lectura. Pero la curiosidad pudo más, y al ver que la mujer y la niña se metían en el agua, me fui caminando hacia ellas. Después de dejar pasar unos minutos, aproveché que la niña miraba hacia mi lado para acercarme y preguntarles si vivían en algún edificio cercano. La respuesta de la mujer me dejo estupefacta: no solo estaba pasando unos días en mi edificio, sino que luego se volvería a XX, que era su domicilio permanente. “Mi nieta, en cambio, vive en el lejano oriente; también habla el idioma”, agregó orgullosa la abuela.

Como la mañana estaba nublada, mis ojos no reflejaron ninguno de mis pensamientos; los de una abuela viviendo momentos de felicidad entre dos soledades que no cesan.

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