No cabe duda de que gran parte de nuestra vida sigue atada a nuestro pasado. A la noche antes de dormir, o paseando el perro a la mañana, o en un sueño confuso, a menudo revivimos escenas ya terminadas. Y lo más interesante de este fenómeno es que, en general, no hacemos nada para evitarlo. El resultado de este diario e inútil viaje hacia los días idos es atarnos aún más a lo que ya dejó de ser. Es por esto que nos resulta difícil gozar de la realidad que nos rodea. Al igual que casi todos, yo también viví hartos años tratando de darle un significado a aquellas vivencias que me habían causado tanto daño. No niego que cuando algo penoso nos aflige es importante definir cuál fue nuestra responsabilidad en la situación. Lo que es innecesario es dejar que dicha inspección se estire a través del tiempo. Porque al final de cuentas esos serán nuestros años perdidos. Así fue como después de derrochar quince años tratando de comprender la ruptura de mi familia, de pronto comprendí que el trabajo de revolver lo que había ocurrido no era mío porque yo ya no era la misma persona que había sido. Si bien aún llevaba el mismo nombre, ese pasado ya no me pertenecía. Ahora, cuando recuerdo algunas escenas de esa vida pasada, la impresión que tengo es de no ser yo la protagonista. Es como si ya no me pertenecieran. Por fin pude fondear el río que me lleva adonde realmente pertenezco: el ahora.