Mi vida nunca fue ajena a las coincidencias, aunque yo no las llamaba Dios, sino Ángel Tutelar. Corría el año 1973, año en que el presidente chileno Salvador Allende fuera destituido por un golpe militar organizado por Richard Nixon y el general chileno Augusto Pinochet. Pero este escrito no tiene que ver con la política sudamericana, sino con una de las coincidencias más significativas que tuvieron lugar en mi vida. El día era cálido porque el invierno bonaerense ya se había acabado; soplaba una brisa suave y el sol calentaba las aceras siempre maltrechas de la ciudad. Yo había acompañado a mi novio a un garaje ubicado en la calle Paraguay a buscar su automóvil para dirigirse al aeropuerto de Ezeiza. Paradójicamente, el que mi novio se fuera a Europa me alegraba porque nuestra relación estaba en sus finales, y yo estaba deseosa de explorar nuevos horizontes. Al salir del garaje empecé a caminar por Paraguay en dirección a la Avenida Alem para volver al trabajo. No habría dado ni diez pasos cuando de pronto una bocina empezó a resonar repetidamente detrás de mí. Al dar vuelta la cabeza, vi entre la fila interminable de coches un automóvil color rojo cuyo chofer me hacía señas con la mano. Se trataba de un periodista que trabajaba en la misma empresa donde yo era traductora; interiormente yo ya había decidido conocerlo de alguna manera, aunque aún no había encontrado la oportunidad. Pero ese día, con mi novio a punto de salir del garaje detrás de mí, decidí no perder la ocasión de subirme a ese coche rojo. Para no alargar la historia más de lo necesario, alcanza con decir que ese día en la transitada calle Paraguay nació lo que durante treinta años fue mi matrimonio. El hecho de que esa historia también haya llegado a su fin no importa; los ciclos de la vida se cierran para que otros ciclos se abran. En realidad, no somos nosotros los que decidimos cuales ciclos cerrar; el Ángel Tutelar nos muestra el camino.
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