DANIEL, MI COMPAŇERO DE COLEGIO

El otro día se me ocurrió mirar una fotografía de la época de cuando iba al colegio; sería cuando tenía unos catorce años. Este era un colegio mixto en el que, a pesar de estar ubicado en Buenos Aires, en vez de aprender castellano, aprendíamos francés. Tal había sido la decisión de mis padres, y allí fui sin protestar. Resultó que, además de aprender francés como una francesa, me hice los mejores amigos que tuve en la vida. Esos fueron años mágicos que todavía conservo en la memoria como un tesoro al que recurro en mis horas de soledad. Aquellas horas transcurridas con mis compañeros de aula


me acompañarán hasta el último día. Pero a lo que me quería referir era que, a través de Facebook, me volví a conectar con uno de ellos; se llama Daniel. Si bien de joven era un poco distante, era sin duda uno de los mejores alumnos de la clase. Cuando le mandé un mensaje para preguntarle si él era el Daniel que yo buscaba, y me contestó que sí, sentí que había vuelto a recuperar un pedazo de mi pasado. A los pocos días de habernos contactado decidimos enviarnos un breve resumen de nuestras vidas en los últimos cincuenta años; y al leer el suyo volví a encontrarme una vez más en aquella construcción antigua de la calle 3 de Febrero, donde transcurrió la mayor parte de mi infancia y adolescencia. Me dije entonces que amigos como los que compartieron con nosotros infinidad de horas en el silencio de un aula no volveremos a tener. Tendremos otros amigos, diferentes, más maduros, pero que no sentirán por nosotros ese afecto de hermanos que recibíamos en el aula del colegio. Y así es la vida: cuando la infancia termina, lo que empieza es una jornada profundamente diferente. 

 

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