Acababa de fallecer su exmujer, la madre de su única hija. A pesar de que la relación con ella nunca había sido fácil, cuando le avisaron de su muerte sintió una vaga ansiedad invadirlo por entero. A las cinco de la mañana lo había llamado desde el sanatorio Carla, la hija de ambos, y el sonido del teléfono lo había sobresaltado de sobremanera. Quizás por los muchos años vividos, el sentimiento de ansiedad lo acompañaba incesantemente. De manera específica lo que lo torturaba era el miedo a los accidentes, pero más que nada a que algo le ocurriera a su hija. Si bien al atender el llamado lo que oyó fue una Carla llorosa, por lo menos era ella la que hablaba, pensó mientras la escuchaba por el auricular. El “hola pa” de su hija le generó un profundo alivio, alivio que poco a poco dio lugar a un extraño presentimiento . ¿Le habría pasado algo a Mia, la madre de Carla? Hacía tanto que no hablaba con ella que si había estado enferma ni se hubiera enterado. Es verdad que Mia había hecho lo imposible para mantener con él una relación de pseudo familia, pero él se había negado porque la verdad era que, a pesar de los muchos años transcurridos, él no lograba perdonarla.
El incidente había ocurrido hacía muchos años, más de veinte, y fue lo
que lo había empujado a dejar la familia y a mudarse al departamento de la
playa. Como un aluvión de pronto le vinieron a la memoria todos los detalles de
aquella época lejana. Mia y él ya no se llevaban como antes; después de veinte
y más años de matrimonio, él estaba perdiendo el interés por estar con ella. El
sexo necesitaba de mucha imaginación para arrancar y llegar a un final feliz,
lo que para él significaba un gran esfuerzo. En realidad, nunca había sido un
hombre demasiado sexual, pero, como le resultaba fácil encontrar mujeres, se
dejaba amar. Con Mia la cosa era distinta porque la convivencia había
desgastado hasta el deseo; eso lo obligaba a recurrir a la imaginación y a lo
que fuera para poder cumplir con lo que ya lo aburría de sobremanera. Claro que
trataba de disimularlo, aunque había empezado a sospechar que Mia también
soñaba con otros príncipes azules. Y como ocurre a menudo, un buen día la vida
resolvió finalmente lo que ellos no se animaban a enfrentar.
Cada vez que Mia se iba de vacaciones a ver a su familia, él se quedaba
en la casa rebosando de resentimiento. Como ella se ocupaba de la hija de ambos
y, por ende, trabajaba menos, él no podía evitar que los viajes de ella lo
colmaran de ira. Quizás era porque desde pequeño su madre le había llenado la
cabeza con la importancia del trabajo y del dinero, a pesar de que ella sólo
había trabajado tres meses en toda su vida. Aún recordaba sus vacaciones de
verano, durante las cuales lo mandaban a aprender a escribir a máquina para que
no estuviera ocioso, y así había crecido, trabajando mañana, tarde y noche y
cuidando mucho el dinero. Ahora de adulto hasta le costaba irse de vacaciones
ya que el sólo hecho de no hacer nada y gastar lo llenaba de culpa. Y lo que
más le daba envidia era la infancia de Mia, quien le había contado como de niña
sus padres la enviaban tres meses corridos de vacaciones durante los cuales lo
único que hacía era ir a la playa, montar a caballo, y por la noche cantar con
sus amigos en las peñas. La envidia de lo que había sido la vida de ella lo
enfermaba, además de tener que compartir con ella sus ganancias.
Un año en que Mia había ido a su país a visitar a su familia, él empezó
con un malestar físico en el costado izquierdo de la espalda, justo arriba de
la nalga. Como tenía mucho trabajo acumulado no le prestó demasiada atención,
pero hacia la nochecita el dolor había aumentado de tal manera que lo obligó a
tomarse un analgésico para poder descansar. A eso de la medianoche despertó
cubierto de sudor y con un dolor tan agudo en el costado izquierdo del cuerpo
que sintió temor. Una de sus mayores debilidades era la hipocondría ya que le
recordaba que un día la muerte lo envolvería con su oscuro manto de tinieblas.
La sola idea de fallecer le generaba un malhumor y una ansiedad incontrolables.
Su vida de arquitecto reconocido lo llenaba de satisfacción, y el sólo pensar
que en algún momento todo se acabaría le generaba una rabia sorda. Cuántas
veces no había discutido con Mia cuando ella trataba de explicarle que, en
realidad, la muerte no era sino una continuación de la vida, pero en un plano
diferente. La metafísica budista de ella no lo convencía en absoluto. Para él
lo único que contaba era lo palpable y lo familiar; el resto era pura cháchara.
Estando sumido en estas cavilaciones un dolor agudo le punzó el riñón
izquierdo como una daga recién afilada. El dolor lo dobló en dos y el miedo le
nubló la vista. Si bien era tarde decidió llamar a Carla para avisarle que se
iría en ambulancia al hospital lo antes posible. Y así fue. En menos de quince
minutos se hallaba acostado sobre una camilla de metal camino hacia el hospital
más cercano a su casa. El diagnóstico fue rápido y sencillo: una piedra en el
riñón izquierdo. “Sólo es cuestión de
esperar a que la despida”, decretó el médico de guardia; y, después de
administrarle un analgésico para calmar el tormento, pasó sin más ni más a la
camilla siguiente. Muy poco le gustó a él la rapidez con la que el facultativo
se lo había sacado de encima. Después de todo él era un profesional conocido y
necesitaba de buenos cuidados para poder sanar y volver a ser productivo lo
antes posible. Y así fue como decidió llamar a su mujer para que interrumpiera
sus vacaciones y volviera ya mismo a ocuparse de él. Después de todo eso era lo
que las esposas hacían cuando sus maridos se enfermaban. Al despuntar el alba
discó el número de larga distancia, pero, al oír la voz dormida de ella, de
nuevo lo invadió ese rencor sordo que sentía cada vez que ella parecía estar
gozando del momento. Después de todo él era el que trabajaba duro y el que
tenía derecho a descansar, no ella. “Estoy
en el hospital con un cálculo en el riñón” le anunció con voz dura. Mia
expresó su simpatía recordándole que, cuando ella había sufrido del mismo mal,
lo único que había podido hacer era esperar a despedir la piedra. Él se quedó
en silencio, atónito. Había esperado escuchar una respuesta diferente, como,
por ejemplo, “ya mismo cambio el boleto
de regreso y me embarco esta noche”. En cambio, lo que escuchó fue el
bostezo de su mujer a través de la red telefónica transatlántica al mismo
tiempo que le preguntaba si quería que llamara a algún amigo para pedirle que
lo asistiera. Con voz de víctima dio por
terminada la conversación y colgó el teléfono; y cuando ella volvió de su viaje
le hizo saber sin más ni más que el matrimonio de ambos había terminado.
Recordó
haber pensado que la vida había sido buena con él ya que el cálculo del riñón
le había dado la oportunidad no sólo de vengarse de Mia y abandonarla a su
suerte, sino también de volver a ser libre como un adolescente. Pero eso había
ocurrido hacía muchos años. Ahora Mia había fallecido -o como decía ella, se
había trasladado a un plano diferente- y él y su hija se hallaban camino hacia
el apartamento donde ella había vivido después del divorcio. Carla no había
querido ir sola a la casa de su madre a pesar de que el cuerpo ya había sido
retirado. Al llegar al edificio uno de los conserjes se les acercó para darles
el pésame y ofrecerles estacionar el automóvil. Al subir los escalones de la
entrada él sintió una cierta trepidación como si tuviera miedo de algo, pero no
le hizo caso. Tomaron el ascensor y en silencio subieron hasta el noveno piso,
Carla llorando y él ocultándose detrás de sus lentes oscuros. Tristeza por una
mujer que no había interrumpido sus vacaciones para venir a cuidarlo no sentía;
lo que lo perturbaba era entrar en la morada de un muerto.
Al salir del ascensor se encaminaron lentamente hacia la puerta del
apartamento 901, y al introducir Carla la llave en la cerradura, la puerta se
abrió lentamente invitándolos a entrar. El silencio del apartamento los
envolvió con la espesura de una noche de niebla como si se los quisiera tragar.
Tras cerrar la puerta de entrada con lentitud, Carla empezó a recorrer el lugar
como si su madre aún estuviera en alguno de los cuartos con esa eterna sonrisa
que sólo reservaba para ella. Él en cambio se había quedado inmóvil en la
entrada, no sabiendo si avanzar o sentarse en una silla a esperar que su hija
le dijera que la visita post mortem
había terminado. De pronto sintió el deseo de encaminarse hacia el cuarto de
Mia, cuarto en el cual aún se veía la cama matrimonial que ellos habían usado
durante tantos años. Él nunca hubiera podido acostarse con otra persona en esa
cama, aunque era cierto que Mia nunca había tenido otra relación después de la
separación de ambos. A él, en cambio, no le alcanzaban las horas para conocer
otras mujeres. Como buen latino, al cabo de veinte y más años de matrimonio
había necesitado de una mujer joven, una mujer nueva que no lo hubiera conocido
cuando no era nadie. Mia había estado con él tantos años que ya era como una
hermana, y la pareja, pensó, no se basa en la familiaridad sino, al contrario,
en lo novedoso y misterioso.
Aprovechó que Carla se hubo sentado en el sofá de la sala para ir
acercándose lentamente al dormitorio de su exmujer. Como de costumbre el orden
y la limpieza imperantes eran impecables. No era de sorprenderse ya que Mia
siempre había sido una excelente ama de casa. Si bien él la había criticado en
muchos otros aspectos, había tenido que admitir que la limpieza y el orden eran
irreprochables. Por la ventana observó el mar agitado y tenebroso, esa masa de
agua que tantas noches había acompañado a Mia en la soledad a la que él ha
había condenado. Si él hubiese creído en la existencia de otras realidades, la
hubiera visto sentada con la mirada fija en el horizonte grisáceo diciéndole
adiós para siempre a esa morada.
En la pared frente a la cama había un escritorio color ámbar, y encima
un ramo de flores secas. De inmediato las reconoció; las habían traído del
hotel de Madrid hacía muchos años como recuerdo de una suerte de luna de miel.
El escritorio era tan pequeño que casi toda su superficie se hallaba recubierta
por una hoja blanca escrita a mano. Algo lo indujo a acercarse a aquel papel
dejado de lado con el acontecer de la muerte.
“...Casarme con él fue el mayor error de mi vida; lo peor fue su constante hostilidad y su egoísmo. Y luego su vana necesidad de venganza. Por fortuna, cuando él pensó lastimarme en realidad lo que hizo fue romper el encierro, y pude finalmente respirar el aire puro de la vida. A pesar de la soledad y la tristeza del fracaso, renací en un mundo diferente, soleado y vibrante. Ahora, a veces me deleito en imaginar lo que hubiera sido estar contigo: un entrelazar de manos, de miradas, y de entendimiento profundo. Es probable que mi decisión de unirme a él y no a vos haya tenido que ver con lo que vine a aprender en esta vida. Y para consolarme me digo que aprendí todo lo que pude y de la mejor manera posible. Pero, amor, la próxima vez me quedo contigo”.
En ese momento su
hija le avisó que quería irse. Tan ensimismado estaba que la voz de Carla lo
sobresaltó. Dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta de entrada tratando
de disimular el odio que sentía.
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